COVID-19 en las cárceles: hoy y el día después

24 de Abril de 2020
 


En apoyo a la Oficina del Comisionado Parlamentario, el PNUD junto a la Intendencia de Canelones, la Agencia Uruguaya de Cooperación Internacional y el INR instalaron lavamanos en Cárcel de Canelones y COMCAR para minimizar la propagación del COVID-19. Foto: Oficina del Comisionado Parlamentario.

Por Juan Miguel Petit* y Stefan Liller**

La pandemia del COVID-19 instala un escenario de incertidumbre que interpela de manera permanente la forma de tomar decisiones, implementar acciones y dar respuestas efectivas a desafíos que cambian día a día. También permite centrar la atención en realidades urgentes pero algunas veces invisibles. 

Como en toda emergencia humanitaria, cualesquiera sean sus causas, los grupos o personas que viven en situación de mayor vulnerabilidad tienen alta probabilidad de correr con la peor suerte, como ocurre con la población privada de libertad.

Ante una transmisión viral, esa vulnerabilidad se vuelve, a su vez, una amenaza, por su enorme potencial de contagio, poniendo en riesgo también al personal penitenciario y a las familias de las personas privadas de libertad. Y, muy especialmente, a quienes, en situación de encierro, tienen “doble vulnerabilidad”: mujeres, mujeres embarazadas, mujeres con hijos a cargo, población LGBTI y personas con serias enfermedades persistentes.

Por lo tanto, prevenir la propagación del virus en las cárceles es esencial para evitar o minimizar la aparición de la infección y de brotes graves en estos entornos y fuera de ellos.

Diversos factores, que no vienen a cuento en este artículo, hacen que, pese a que, en países de ingreso alto, con un destacado nivel de desarrollo y de inversión social, como Uruguay, persistan desafíos para garantizar un estándar de vida digna en los centros carcelarios, tales como alimentación sana, salud, higiene adecuada, entre otras cosas.

Las medidas de respuesta que tradicionalmente se activan en el ámbito de las políticas carcelarias son de baja calidad, desactualizadas, sin un enfoque de derechos y lejanas del nivel de servicios que, en promedio, ofrece el Estado.

Nuevas oportunidades

Este nuevo contexto se vuelve, paradójicamente, una valiosa oportunidad para pensar, innovar e integrar partes y actores institucionales antes dispersos que, en este escenario, tienen la ineludible responsabilidad de intervenir de manera conjunta y articulada.

Los diálogos con contrapartes institucionales nos muestran que un nuevo sistema penitenciario, con su enorme potencial, clave para disminuir la violencia social, requiere de un alto grado de innovación que, basándose en los avances registrados, profundice su capacidad de integrar personas a la sociedad. Las políticas sociales del siglo XXI requieren un abordaje efectivo e intervenciones de calidad que permitan garantizar esta inclusión plena a la sociedad.

Es necesario cubrir las necesidades básicas establecidas en las normas del Sistema internacional de derechos humanos de las Naciones Unidas —desde la Declaración Universal a los Pactos y Convenciones específicas, y en particular en las Reglas Mandela y las Reglas de Bankgok— todos cuerpos normativos en cuya aprobación Uruguay jugó históricamente un rol tan destacado como reconocido.

Superar la mirada asistencialista —muy valiosa y respetable, pero que condena a un sector a depender de la buena voluntad de terceros y no de la política pública— o concebir el sistema penitenciario como un área donde el Estado actúa por defecto implica asumir que su mejora y transformación ocupa un lugar relevante para la paz y la cohesión social.

 

Una visión de corto y mediano plazo

Por todo lo anterior, hoy es necesario un modelo que garantice la atención integral en salud, lo que incluye la atención del consumo problemático de sustancias —factor central de la violencia social—, la salud mental y la plena cobertura de las necesidades básicas de una vida sana.

Ante la pandemia, el Estado está utilizando diversos instrumentos para garantizar los derechos asociados a la protección de la salud de las personas privadas de libertad, articulando con los organismos que están al frente de la emergencia y proveyendo de equipamiento necesario para atenderla.

Estamos ante un desafío enorme en el que los tres poderes del Estado, la sociedad civil, la academia, el sector privado, los sindicatos y la cooperación internacional pueden y deben tener un rol fundamental sobre uno de los temas que, en tiempo de normalidad, es invisible en muchas agendas.

En el mediano plazo, las cuestiones estructurales también requieren de una respuesta. Pensar en el día después del encierro es un imperativo. No habrá integración social ni se erradicará la violencia sin un sistema penitenciario basado en la intervención técnica socioeducativa —con el natural marco normativo de seguridad— enfocada en el desarrollo de las capacidades y potencialidades de las personas.

Para ello, es necesario un renovado impulso en la capacitación profesional y la educación, donde el uso de las nuevas tecnologías de la información, la preparación para la inserción en las áreas dinámicas de la economía como las agroindustrias, la logística, los servicios es clave.

Es un momento de acción, de aprendizaje y una oportunidad para pensar. Un diálogo franco y profundo entre todos los involucrados en este tema puede lograr que también sea un momento trascendente para la innovación en las políticas públicas orientadas a las personas privadas de libertad.

Este artículo fue publicado originalmente en el diario El Observador el 25 de abril de 2020. 
Ver aquí.

*Comisionado Parlamentario Penitenciario.

**Representante Residente del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.